Valores democráticos e ingeniería electoral

Jorge Urdánoz Ganuza, Doctor en Filosofía. Visiting Scholar en la Universidad de Columbia, Nueva York.

Cierta visión conspirativa de la historia le ha dado al cine mucho juego. Ya saben: plano en blanco y negro sobre una habitación en la que cuatro o cinco hombres poderosos determinan el rumbo del futuro mientras el humo de sus puros difumina la escena. Esa visión no prefigura casi nunca un buen análisis, pero el concreto momento en el que fue diseñado nuestro sistema electoral la encaja notablemente bien. No había ninguna cámara, por descontado, pero sí un testigo de excepción, José María de Areilza, que nos legó una nítida descripción de lo que fue aquello: “todo es calcular cómo impedir que la derecha pierda nunca el poder: ¡y qué derecha!” (1977: 151). En la habitación, perteneciente a algún edificio gubernamental del franquismo, cuatro o cinco personas. Van a trazar las reglas básicas de un sistema electoral que conseguirán vender, primero, a los sectores más duros de la dictadura, después, a la oposición democrática y, por último, a todos los ciudadanos españoles: sus disposiciones se plasmarán en la Constitución, quedando así blindadas frente a ulteriores reformas. Todas y cada una de las elecciones generales celebradas en España desde 1977 se han regido por una normativa idéntica en lo esencial a la que aquellos caballeros del final del franquismo diseñaron entonces. Los comicios bajo los que votaremos en marzo de 2008 no son una excepción.

¿Qué normas son esas? ¿Qué efectos tienen? ¿Quiénes eran esos señores? En este artículo intentaremos dar una respuesta a tales interrogantes. Lo primero que haremos será abandonar la habitación y su aroma a tabaco y a cine negro para dirigirnos a un taller mecánico. No es, claro, un taller de mecánica de coches. Es un taller de mecánica electoral. Vamos a aprender los rudimentos básicos de la disciplina, las tuercas y los tornillos de la ingeniería del sufragio. Se trata del mismo taller en el que entraron también, hace ahora 32 años, aquellos caballeros. Pongámonos en su piel. La dictadura toca a su fin, la llegada de la democracia parece inevitable, el país hierve. Tienen que diseñar las normas electorales de las primeras elecciones desde 1936. Han de contentar a la vez a los continuistas y a la oposición democrática, y todo sin perjudicar nunca su principal objetivo: los vencedores han de ser ellos. Y ni siquiera está claro quienes son “ellos”: estamos en 1976, aún no hay partidos. La mera descripción de la situación desasosiega: fracasar parece inevitable.

Contra todo pronóstico, nuestros hombres van a culminar su misión con notable éxito. La mejor metáfora de la Transición se la debemos a Suárez, que dejó dicho que aquello fue como cambiar todas y cada una de las tuberías de un edificio sin cortar en ningún momento el suministro de agua. Si ése es el símil, entonces la ley electoral fue la principal tubería de esa nueva instalación general que conocemos como Constitución de 1978. Una tubería que aquellos hombres forjaron entrelazando cuidadosamente dos desigualdades. Dos desigualdades que se incluyeron en la Carta Magna y de las que, por tanto, los ciudadanos españoles seguimos presos: a ellas hemos de someternos cada cuatro años. Y las dos afectan a principios fundamentales.

PAPELETAS MARCADAS

El primer principio que siguieron nuestros hombres, de puro elemental, asusta: demos más votos a nuestros votantes que a los demás. ¿Quiénes son nuestros votantes? No sabemos todavía qué partido vamos a fundar, pero sabemos que será el centro derecha. Tenemos encuestas que nos dicen que el centro derecha es mayoritario en las provincias tradicionalmente rurales, las pequeñas. ¿Cómo les damos más votos? Primero: establecemos que la circunscripción electoral es la provincia. Segundo: damos más votos a los ciudadanos de las provincias pequeñas. Dicho y hecho. El primer mecanismo es así de sencillo: voto desigual.

Conviene no llamarse a engaño: diga lo que diga la Constitución, jamás ha habido en España voto igual. Lo único que los españoles tenemos igual es la papeleta, pero esa papeleta no vale lo mismo para todos. Dependiendo de la provincia de origen, unos ciudadanos tienen en ella más votos que otros: en Teruel 37000 papeletas aseguran un diputado. En Sevilla hacen falta 120000. No es que todo ocurra como si unos tuvieran más votos que otros: es que unos tienen más votos que otros, a no ser que confundamos la noción de voto con la de mera papeleta[1]. La desigualdad en el voto de los ciudadanos españoles para las próximas elecciones generales, las de 2008, se recoge en la Tabla 1. En esa tabla el lector puede localizar su provincia y averiguar así los votos que le fueron concedidos hace 32 años para las próximas elecciones de 2008.

¿Qué procedimiento concreto adoptaron nuestros hombres para otorgarnos a unos españoles más votos que a otros? Tenían que repartir 350 diputados entre 50 provincias. Casi con seguridad, transitaron por tres etapas consecutivas. La primera y obvia, hacer lo que haría cualquier escolar de la ESO: calcular los diputados que merece cada provincia de acuerdo a su población. Esa operación incluye decimales (a Teruel, por ejemplo, le corresponden 0.7 diputados) y con ella se garantiza el voto igual, pero es de imposible aplicación mientras los diputados no se dejen trocear, lo cual es previsiblemente el caso. La siguiente opción consistirá en hacer las cosas lo mejor posible dentro de la limitación que supone utilizar las provincias. El procedimiento es también bastante obvio: repartir proporcionalmente los escaños pero garantizando al menos un escaño a toda provincia.

Con este modelo desembocamos en el escenario donde el voto es lo más igual posible: no podemos ir más allá. Pero nuestros hombres no están interesados ni en Teruel, ni en la igualdad de voto, ni en otras menudencias: están interesados en ganar. Este escenario de máxima igualdad factible no les aporta especiales beneficios. Saben que son fuertes en las provincias más pequeñas. Por razones que se vislumbrarán enseguida, al grupo de las ocho provincias más pequeñas lo vamos a denominar “el granero de la distorsión”. Con este modelo tal granero sólo reporta 8 diputados. En efecto: si cada una de esas provincias únicamente elige un diputado y ellos ganan en todas, entonces logran 8 escaños. Podríamos pensar: “bueno, no está mal: se llevan todo lo que hay en el granero”. Eso es, en efecto, lo que pensaría un ciudadano de a pie. Pero un ciudadano de a pie no piensa como un ingeniero electoral, una curiosa profesión que nuestros hombres están empezando a dominar. En el taller hay conocimientos para incrementar el rendimiento: la cosa se puede mejorar, y mucho.

Si en esas provincias el centro derecha es fuerte, mejor que en ellas se elijan más escaños. El truco es imponer un mínimo de 2 diputados por provincia y, después, repartir el resto de escaños proporcionalmente entre las provincias. Es el tercer modelo, el que se adoptará y sigue vigente hoy. Ahora las ocho provincias eligen 3 diputados cada una: los dos iniciales y otro más que les corresponde en el reparto posterior. Recordemos que el hecho de que Teruel eligiera un escaño ya era desproporcionado: debería elegir tan sólo 0.7 diputados. Ahora elige 3. Esa desproporción la comparten las ocho provincias: en nuestro granero ahora no se eligen 8 escaños, se eligen 24.

Bien, esto tiene cierto sentido, pero hay que tener en cuenta dos cosas. Primero, si en el granero se eligen más escaños de los debidos, entonces en algún otro lado se están eligiendo menos. Segundo: si en nuestro granero ahora elegimos 24 escaños, corremos el riesgo de que varios de esos escaños vayan a parar a otros partidos, pues ahora hay muchos escaños para repartir, y no todos serán para nosotros. Es probable que, examinando cada uno de estos extremos, nuestros hombres se toparan con una agradable sorpresa: ambos van a resultar ser una bendición para sus intereses. En la combinación de ambos late, de hecho, la naturaleza esencialmente maquiavélica del sistema electoral español.

Observemos en primer lugar la segunda cuestión. En nuestro granero se eligen ahora 24 escaños. Nuestras encuestas estiman, grosso modo, los siguientes porcentajes para esas provincias: centro derecha 45%, centro izquierda 30 %, derecha 12.5% e izquierda 12.5%. Por tanto los 24 escaños se repartirán aproximadamente como sigue: 11 nosotros y 7, 3 y 3 respectivamente los otros. Según esto, mientras que antes nos llevábamos todo, ahora perdemos más de la mitad. A este peligro lo podemos denominar “peligro del reparto proporcional”: no queremos que los escaños se repartan proporcionalmente, queremos que se repartan desproporcionalmente y a nuestro favor.

Pero este primer peligro no es tal: el granero no funciona “proporcionalmente”. En el granero los 24 escaños se ofrecen en ocho circunscripciones de 3 escaños. Por tanto, la noción de “reparto” se aplica siempre a 3 escaños. Y es prácticamente imposible repartir “proporcionalmente” tres escaños. No sólo eso, además ocurre que en cada circunscripción podemos prever casi con total seguridad un resultado de 2 a 1: el partido de centro derecha quedará primero y se llevará 2 escaños y el partido de centro izquierda quedará segundo y conseguirá un escaño. No hay muchas más opciones. Y además eso va a ser así incluso aunque en cada circunscripción ganemos por un solo voto: aun en ese caso extremo, el resultado será 2-1 a nuestro favor. Por tanto, el granero no reparte los 24 escaños más o menos proporcionalmente (11, 7, 3 y 3) sino, muy al contrario, los reparte de una manera que nos resulta extraordinariamente beneficiosa: nosotros 16 escaños; el centro izquierda 8; los demás, nada. Frente a la sabiduría del hombre de la calle, ahora nuestro granero no nos aporta 8 escaños sino 16, el doble. Y todo mediante una sencilla cláusula introducida a priori en la habitación del humo, porque en una y otra hipótesis los cientos de miles de ciudadanos españoles de esas provincias votan exactamente igual: puede que sean sujetos de su decisión, pero para la perspectiva del taller son meros objetos, piezas más o menos previsibles de una maquinaria sujeta a manipulación.

Pero, podría replicarse, con el otro modelo en esas provincias sólo había 8 escaños y nos los llevábamos todos, mientras que ahora a nuestro mayor opositor le estamos regalando 8 escaños ¿no es acaso mejor un 8-0 que un 16-8? No. Esta es la segunda consideración a tener en cuenta: al granero le estamos haciendo elegir más escaños, unos escaños que de alguna parte estamos sustrayendo. Es fácil ver que los escaños se extraen de las provincias más pobladas. En efecto, dado que hemos decidido dar a cada una de las 50 provincias dos escaños iniciales, entonces 100 escaños no han sido repartidos proporcionalmente, sino regalados de antemano. Así, de esos 100 escaños-regalo Teruel merece tan sólo 0.2, pero le estamos dando 2. Pero Barcelona merece 11.9, y dado que le estamos dando sólo 2, ha perdido 9.9. Y Madrid merece 13.4, por lo que pierde 11.4. Etc. Por tanto, en nuestro granero hemos introducido 16 escaños extras, 16 escaños que hemos quitado a las provincias más pobladas. Y eso resulta ser también una bendición.

Las provincias muy pobladas, Madrid y Barcelona especialmente, forman, frente al “granero de la distorsión”, lo que podemos llamar el “depósito de la proporcionalidad”. En ellas el reparto sí es proporcional: si tienes que repartir 35 escaños, como en Madrid, puedes hacerlo de una manera muy proporcional, cosa que es imposible si sólo tienes 3. Así, un 16-8 es considerablemente más beneficioso que un 8-0, y ahora podemos ver por qué: en el 8-0 hay otros 16 escaños que no se reparten en el granero, y en consecuencia se repartirán en su mayor parte en las provincias más pobladas y por tanto proporcionalmente. Y eso es algo a evitar. El truco es ahora evidente: estamos sacando escaños del “depósito de la proporcionalidad” y llevándolos al “granero de la distorsión”.

Ese trasvase desde el depósito hasta el granero tiene sus límites. Nuestros hombres, fascinados por las consecuencias que han descubierto, tantearán sin duda la posibilidad de insistir en esa línea: ¿por qué no establecemos 3 escaños regalo a cada provincia, y no 2? Así habrá más escaños todavía en el granero de la distorsión y menos en el depósito de la proporcionalidad. Pero esa posibilidad ya no funciona a su gusto. Si hacen eso, entonces en cada una de las ocho provincias pequeñas se eligen 4 escaños. Por tanto, 32 en el granero. Pero algo falla: el granero ya no distorsiona como ellos quieren. Si en cada provincia se eligen 4 escaños, es muy posible que el resultado sea ahora frecuentemente de 2-2. Incluso puede haber algún 2-1-1. En todo caso, es casi imposible el ansiado 3-1: el centro derecha es mayoritario en esas provincias, pero no tanto. Por tanto, el trasvase de escaños ha de calcularse con tino: tras varios tanteos, queda claro que la dosis óptima es un mínimo provincial de 2.

Así que nuestros hombres decidieron dar dos escaños-regalo a cada provincia, ni uno más ni uno menos. Aquí el taller electoral ha adquirido rasgos de alquimia: como en un buen bebedizo, se trata de encontrar la dosis exacta que arroje el efecto buscado. En el juego de trasvasar escaños desde el depósito hasta el granero hay dos peligros: si no trasvasamos, entonces la gran mayoría de los escaños se repartirán en el depósito, es decir: proporcionalmente. Si trasvasamos demasiados al granero, ése deja de funcionar como nos interesa. Como en casi todo, el secreto está en la mezcla. Una mezcla que, como sus propios creadores reconocieron, es sencillamente maquiavélica: trasvasa los escaños justos para que el efecto sea beneficioso para nuestro partido[2].

Obsérvese, por lo demás, que trasvasar escaños de un sitio a otro es siempre aumentar o reducir el valor de voto de los habitantes de tales lugares, es sólo otra manera de hablar, otro ángulo para describir una misma treta, muy básica. Lo que hicieron aquellos fontaneros institucionales del final de la dictadura fue sencillamente otorgarnos a los ciudadanos la cantidad de votos adecuada en función de las encuestas que ellos manejaban. Jugar con la igualdad de voto según cálculos electoralistas. Desde entonces, nada ha cambiado.

VULNERABILIDAD VARIABLE

La segunda desigualdad con la que estos caballeros nos envolvieron a todos los españoles se refiere a otro aspecto básico del derecho de participación. El voto tiene muchas dimensiones, y no ha de ser sólo igual en relación a su valor (que todos los votos impliquen los mismos escaños) sino también en relación a su vulnerabilidad. Un voto es más vulnerable que otro cuando implica una menor oportunidad de votar por la primera preferencia, por el partido por el que uno realmente quiere estar representado. Un ejemplo será la mejor explicación. Pongámonos en la piel de un miembro del partido comunista de 1977. Tras 40 años de oscuridad franquista, por fin puede expresar su opinión en las urnas. Podemos situar en una escala sus preferencias personales sin mayor dificultad. De más a menos: PCE, PSOE, UCD, AP. El PCE ronda el 10% de apoyo electoral. Supongamos que este señor reside en Madrid. En ese caso votará sin duda al PCE: en Madrid se eligen 35 escaños, por lo que la proporcionalidad es elevada y todo voto al PCE sumará fuerzas. Supongamos ahora que vive en Teruel. Si vota al PCE, sabe que está tirando su voto. En Teruel sólo hay tres escaños: es prácticamente imposible que el PCE consiga uno. No se trata de saber qué votará finalmente. Tampoco se trata, por descontado, de la posición política del votante en cuestión: si fuera de derechas y su escala la contraria, el problema sería idéntico. Se trata de percatarnos de que si ese señor vive en Madrid su voto no es vulnerable mientras que sí lo es si vive en Teruel. La única diferencia es su lugar de nacimiento.

Esta segunda desigualdad puede describirse de otra manera: no sólo nos dieron papeletas con diferente valor de voto, además nos agruparon en sistemas electorales diferentes: unos más proporcionales que otros. Los ciudadanos que viven en las provincias del depósito de la proporcionalidad tienen un voto muy poco vulnerable: pueden votar a cualquier opción que supere el 3% de los votos. Los que viven en las provincias del granero son carne de cañón para la vulnerabilidad: si no votan por una de las grandes opciones, tiran su voto, es como si no se acercaran a la urna. Se encuentran en lo que John Stuart Mill definió como situación de “des-censo electoral” (“disfranchisement”, en Mill 1861, cap. 7): para ellos votar o no votar tiene el mismo efecto. O, dicho de otra manera, su voto sólo puede contar si no es sincero, si sacrifican su primera preferencia. Pensemos en el comunista del ejemplo anterior: si desde 1977 vota sincero en todas y cada una de las elecciones, entonces ha tirado su voto en las nueve citas electorales, una y otra vez. Como si no hubiera existido en el censo. Al final es razonable que se abstenga o que cambie de opción.

La vulnerabilidad corre pareja a la proporcionalidad del sistema, obviamente. De hecho, son el mismo fenómeno, si bien enfocado desde perspectivas diferentes. Si analizamos la cuestión desde el punto de vista objetivo del sistema, hablaremos de 52 sistemas electorales (uno por provincia, más Ceuta y Melilla) más o menos proporcionales. Si lo hacemos desde el punto de vista subjetivo de la decisión de los ciudadanos, hablaremos de 52 tipos de votantes, más o menos vulnerables. De nuevo en la Tabla 1 podemos encontrar la vulnerabilidad que aquellos señores, desde su lejana habitación de la dictadura, establecieron para nuestra decisión electoral de las próximas elecciones de 2008.

Por lo demás, el voto ha de ser siempre vulnerable en alguna medida, eso es algo inevitable en toda decisión colectiva. Lo que estamos haciendo aquí no es defender que el voto haya de ser más o menos vulnerable, sino más bien establecer que las posibilidades de los ciudadanos a la hora de votar por su primera preferencia no pueden depender de una suerte de lotería de nacimiento. Nada justifica que en ciertas circunscripciones no haya problema mientras que en otras sea sencillamente suicida en términos de cálculo racional. Ninguna interpretación medianamente sincera del Principio de Igualdad puede asumir una circunstancia así.


TABLA 1.- DOS DESIGUALDADES (elecciones 2008)

VOTO DESIGUAL

VULNERABILIDAD

DESIGUAL

Escaños

Electores

Electores por escaño

Nº Votos de cada elector

Proporcionalidad

Barcelona

31

3.879.777

125154

1

3,1%

Madrid

35

4.324.491

123557

1,01

2,8%

Sevilla

12

1.441.249

120104

1,04

7,7%

Coruña (A)

8

949.771

118721

1,05

11,1%

Vizcaya

8

931.187

116398

1,08

11,1%

Valencia/València

16

1.858.151

116134

1,08

5,9%

Asturias

8

911.832

113979

1,10

11,1%

Pontevedra

7

769.177

109882

1,14

12,5%

Córdoba

6

626.595

104433

1,20

14,3%

Málaga

10

1.043.994

104399

1,20

9,1%

Cádiz

9

936.786

104087

1,20

10,0%

Zaragoza

7

710.132

101447

1,23

12,5%

S. C. de Tenerife

7

702.933

100419

1,25

12,5%

Granada

7

684.556

97794

1,28

12,5%

Alicante/Alacant

12

1.170.066

97506

1,28

7,7%

MEDIA/TOTAL

350

33.724.551

96356

1,30

-

Murcia

10

947.154

94715

1,32

9,1%

Cantabria

5

466.163

93233

1,34

16,7%

Guipúzcoa

6

558.430

93072

1,34

14,3%

Palmas (Las)

8

743.571

92946

1,35

11,1%

Navarra

5

458.899

91780

1,36

16,7%

Badajoz

6

535.937

89323

1,40

14,3%

Tarragona

6

532.798

88800

1,41

14,3%

Balears (Illes)

8

692.664

86583

1,45

11,1%

Jaén

6

519.138

86523

1,45

14,3%

Valladolid

5

423.884

84777

1,48

16,7%

Cáceres

4

335.783

83946

1,49

20,0%

León

5

414.833

82967

1,51

16,7%

Castellón/Castelló

5

404.844

80969

1,55

16,7%

Toledo

6

479.927

79988

1,56

14,3%

Girona

6

479.424

79904

1,57

14,3%

Ciudad Real

5

392.214

78443

1,60

16,7%

Huelva

5

379.765

75953

1,65

16,7%

Lugo

4

303.228

75807

1,65

20,0%

Lleida

4

300.315

75079

1,67

20,0%

Albacete

4

296.798

74200

1,69

20,0%

Burgos

4

291.091

72773

1,72

20,0%

Salamanca

4

289.734

72434

1,73

20,0%

Almería

6

424.825

70804

1,77

14,3%

Ourense

4

282.184

70546

1,77

20,0%

Álava

4

243.731

60933

2,05

20,0%

Rioja (La)

4

229.880

57470

2,18

20,0%

Huesca

3

171.360

57120

2,19

25,0%

Zamora

3

166.396

55465

2,26

25,0%

Ceuta

1

55.450

55450

2,26

50,0%

Guadalajara

3

165.865

55288

2,26

25,0%

Cuenca

3

161.495

53832

2,32

25,0%

Palencia

3

144.742

48247

2,59

25,0%

Melilla

1

47.359

47359

2,64

50,0%

Ávila

3

138.029

46010

2,72

25,0%

Segovia

3

121.601

40534

3,09

25,0%

Soria

2

73.819

36910

3,39

33,3%

Teruel

3

110.524

36841

3,40

25,0%




















El número de votos por papeleta se calcula con respecto a Barcelona (a cuyos electores, los peor representados, suponemos con un solo voto a partir del cual construimos la comparación). El valor medio o total marca la frontera entre provincias sobrerrepresentadas e infrarrepresentadas.

El porcentaje ofrecido en la columna de la vulnerabilidad señala el número de votos que ha de superar un partido para obtener escaño con seguridad. Si la primera opción de un elector no supera tal porcentaje es probable que su voto vaya a ser inútil o gastado. El cálculo que ofrecemos no tiene en cuenta el número de partidos existente en la circunscripción, que sin embargo tiene una influencia obvia (cuantos mas partidos haya, menor será ese porcentaje). Se trata de la cuota Droop (véase con respecto a la medición de la desproporcionalidad de los sistemas, Urdánoz 2008)

Fuentes: Para los escaños, el Decreto de Convocatoria de las Elecciones (BOE n.13 de 15-1-2008). Para el número de electores de cada provincia, el Censo Electoral cerrado a 1-12-2007 (disponible en www.ine.es). El resto de la Tabla son cálculos de elaboración propia.

Como se habrá observado, las dos desigualdades discurren en sentido contrario: conforme una aumenta, la otra disminuye. Así, cuantos más votos haya en nuestra papeleta, más vulnerable será nuestra decisión. Y viceversa: cuanto menos vulnerable sea nuestra decisión, menos poder tendrá. En los extremos de ambos recorridos tenemos el granero de la distorsión y el depósito de la proporcionalidad. Lo que se denomina “sistema electoral español” es la escala graduada de posibilidades entre ambos límites. Dependiendo de lo cerca que una provincia se encuentre de un polo u otro del sistema, su funcionamiento será más tipo granero (distorsión) o más tipo depósito (proporcionalidad).

¿Funcionó este complejo instrumento tal y como los fontaneros que lo diseñaron previeron que lo haría? Sí, y admirablemente bien: con un 34% de los votos, el partido que fundaron, la UCD, consiguió el 47% de los escaños. Correctamente afinado, presionado en cada extremo en la justa medida, - ni una nota de más, ni una de menos - del acordeón surgió la ansiada melodía de la victoria. Después, plasmados los rasgos básicos del modelo en la Constitución, el sistema continuó funcionando en líneas generales igual, aunque los protagonistas (los beneficiarios de la distorsión) han ido variando: el PSOE de los años 80 ocupó el lugar de la UCD y se benefició extraordinariamente. Después le llegó el turno al PP.

Las críticas al sistema han conocido tres grandes etapas. En la primera el objeto de las iras fue la desproporcionalidad. En la segunda, las listas cerradas y bloqueadas. Últimamente el aspecto que más rechazo despierta es que concede excesivo protagonismo a los partidos nacionalistas. La segunda de estas críticas es de una índole por completo diferente a la que persigue abordar este artículo, por lo que la dejaremos al margen. Nos interesan más las otras dos, que no son, como intentaremos demostrar, sino variaciones de un único tema: la proporcionalidad[3].

Frente a las críticas no son pocos, entre políticos y especialistas, los que estiman que el sistema ha sido un éxito y que no conviene su reforma. Los dos logros más citados en su haber son, primero, que eliminó la excesiva fragmentación electoral de la que partíamos en 1977, pero representando a la vez a los partidos nacionalistas sin cuyo concurso la legitimidad del sistema era inviable; y, segundo, que permitió una representación más o menos proporcional de las diferentes formaciones, pero posibilitando a la vez mayorías de un solo partido. De nuevo el nexo es, también en los elogios, la proporcionalidad. Veámoslo con más detalle.

LILIPUT Y EL BICAMERALISMO ABSURDO

La continuada afirmación de que el sistema ha sido un éxito a la hora de eliminar los partidos excesivamente pequeños, lo que en 1977 se dio en llamar la “sopa de siglas”, resulta por lo menos discutible. En la Tabla 2 incluimos los resultados de todos los partidos liliputienses que han conseguido escaños desde entonces. Denominamos “liliputiense” a todo partido que queda por debajo del 1.20% de los votos pero que consigue más votos que el partido más pequeño con escaño (una calificación estrictamente cuantitativa, por tanto). En las nueve elecciones generales han adquirido representación, consecutivamente, 5, 5, 3, 6, 7, 7, 6, 6 y 5 de tales partidos. De media, 5.5 partidos liliputienses por legislatura. Que el sistema combate eficazmente la sopa de siglas es un mantra que se repite desde 1977, pero está lejos de ser una realidad contrastada: siempre alguna de las siglas que nadan en tal sopa adquiere escaño.

TABLA 2.- PARTIDOS LILIPUTIENSES

1977

1979

1982

1986

1989

1993

1996

2000

2004

1,18%

0

1,07%

0

1,00%

2

1,15%

5

1,07%

0

0,88%

4

0,88%

4

1,07%

4

0,91%

3

0,94%

2

0,96%

3

0,66%

1

1,14%

0

1,06%

4

0,88%

2

0,88%

2

0,89%

1

0,81%

2

0,79%

1

0,74%

0

0,52%

0

0,53%

2

1,04%

2

0,80%

1

0,72%

2

0,84%

1

0,70%

0

0,67%

0

0,71%

0

0,49%

0

0,40%

1

0,77%

0

0,79%

0

0,67%

1

0,51%

1

0,36%

1

0,56%

0

0,69%

1

0,48%

1

0,36%

1

0,71%

2

0,61%

1

0,54%

0

0,43%

1

0,31%

1

0,42%

0

0,48%

1

0,33%

1

0,67%

2

0,55%

1

0,46%

1

0,33%

1

0,24%

1

0,37%

0

0,47%

0

0,32%

1

0,67%

0

0,54%

0

0,37%

1

0,35%

0

0,34%

0

0,51%

2

0,48%

1

0,34%

1

0,33%

1

0,42%

0

0,25%

0

0,31%

0

0,41%

0

0,22%

0

0,31%

0

0,40%

0

0,20%

1

0,31%

0

0,35%

1

0,20%

0

0,28%

0

0,32%

1

0,16%

1

0,27%

0

0,27%

0

0,21%

1

Número de partidos liliputienses por legislatura.

5

5

3

6

7

6

6

6

5

Media total = 5.5

Se señala para cada partido el porcentaje de votos y el número de escaños alcanzado.

FUENTE: elaboración propia a partir de datos oficiales del Ministerio del Interior en www.mir.es

Que partidos con un apoyo popular tan raquítico adquieran representación en la Cámara Baja resulta absolutamente excepcional en el panorama internacional, e incluso es probable que ostentemos un pequeño (nunca mejor dicho) record mundial al respecto[4]. Mirando el porcentaje de apoyo de ciertos diputados, parecería en efecto que nuestro Congreso mantiene algún distrito en Liliput. Y sin embargo los defensores del sistema aluden muy buenas razones para considerar conveniente la presencia de tales partidos. Son razones que se pueden resumir en una: sólo así pueden estar presentes los nacionalismos (muchos de los cuales son extremadamente pequeños) y por tanto sólo así el resultado puede legitimarse en las regiones en las que éstos son fuertes.

Es difícil no reconocer cierta razón en el argumento. Tomemos por ejemplo la propuesta lanzada recientemente desde ciertos sectores: una barrera del 5% nacional. Con ella ni siquiera CiU conseguiría un diputado. Aunque sin duda ecuánime desde una perspectiva matemática y abstracta, políticamente la propuesta chirría. En un país como España es sencillamente inviable no engarzar adecuadamente la dimensión territorial en el modelo representativo. Y tal dimensión descansa en una lógica que el mero cálculo poblacional no puede atrapar. El PNV puede ser proporcionalmente minúsculo (suele superar ligeramente el 1.2% de los votos), pero políticamente su peso específico no puede reducirse al frío cálculo de su porcentaje. Su especificidad descansa en el hecho de que es la primera fuerza política en el marco territorial del País Vasco, por mucho que diluido en el marco de la población española pueda resultar insignificante. Lo mismo ocurre con CiU y en medida variable con otros nacionalismos. Hay dos marcos de referencia, y los criterios, los valores y los términos que configuran cada uno de los dos no coinciden, no están en el mismo plano. Al principio de igualdad debe superponérsele uno de diferencia.

El locus clásico de esa superposición entre la lógica de la igualdad y la lógica de la diferencia lo conforman sin duda los trabajos de Hamilton, Madison y Jay en El Federalista. Enfrentados a esa misma cuestión en 1787 van a establecer la conveniencia de articular, por un lado, una representación para los ciudadanos y, por otro, otra representación de naturaleza distinta y superpuesta para los territorios. En la teoría y en la letra esa contribución que ellos alumbraron, el bicameralismo, se encuentra recogida en nuestra Constitución. En el espíritu y en la práctica, no.

Aunque nominalmente el Senado es, según la Carta Magna, una “Cámara de Representación Territorial”, ni su método de elección ni sus funciones están pensadas para llenar de contenido tal afirmación. ¿Cuál es su sistema electoral? Cada provincia elige 4 senadores, pero los votantes tenemos sólo 3 votos. Tal disposición de cosas arroja un efecto mecánico inmediato si, como es el caso en España, los electores votan siguiendo líneas partidistas: tres senadores para el partido más votado, un senador para el segundo partido. El sistema electoral lo conforman así cincuenta graneros de distorsión perfecta, con su 3 a 1 garantizado. De nuevo nuestros hombres, su humo, su astucia y su taller[5].

Y, sin embargo, justo es reconocerlo, con el Senado los fontaneros no utilizaron sus conocimientos de modo exclusivamente egoísta: todo indica que gracias a esa Cámara pudieron calmar a los últimos reductos del bunker de la dictadura, presentándola como una especie de asilo de los procuradores del régimen[6]. Por eso el Senado y su sistema electoral han de considerarse en buena medida otra de las servidumbres pagadas a la bestia franquista a cambio de una transición incruenta. Una servidumbre que al incluirse en la Constitución nos sigue encerrando a todos los españoles cada cuatro años desde 1978.

Pero con independencia de las motivaciones que estuvieron en su origen, o más bien debido a ellas, el caso es que el Senado carece hoy de función reconocible. La respuesta más habitual a la recurrente pregunta “¿para qué sirve el Senado?” es también la más certera: para nada. Por un lado, no puede hacer justicia a la lógica de la diferencia que nutre la mera idea de representación territorial, pues se sustancia en la provincia, no en las Comunidades Autónomas. Por otro, no puede desplegar ninguna influencia parlamentaria en el juego partidista. Primero, porque apenas tiene poderes para ello y, segundo, porque el partido que gana las elecciones en el Congreso las gana prácticamente siempre en la Cámara Alta. El Senado nació como asilo para procuradores franquistas y no es hoy mucho más que un retiro para políticos veteranos de la democracia. Su origen etimológico (senes, anciano) y su función política han acabado confluyendo[7].

Se han ideado innumerables etiquetas para adjetivar los diversos tipos de bicameralismo que el mundo hay (aristocrático, de segunda lectura, territorial, simétrico, etc…) pero en España hemos descubierto y puesto en práctica un nuevo tipo, el bicameralismo absurdo: una cámara sobra y sus funciones las tiene que asumir la otra. Al Congreso le pedimos que sea a la vez el Congreso que deseamos que sea y el Senado que no tenemos pero necesitamos tener. Por eso en su interior se sientan formaciones liliputienses que ni siquiera alcanzan un 1.2% de los votos y además, a la vez y contradictoriamente, es bastante razonable que se sienten ahí si el Senado es meramente ornamental y por tanto no hay una Cámara en la que encauzar sus reivindicaciones[8]. Por eso el debate sobre el sistema electoral del Congreso se encuentra encerrado en un laberinto sin salida: tiene que responder a la vez a dos lógicas diferentes. Si tratamos igual a todos los ciudadanos no hay en las Cortes ningún mecanismo de representación territorial eficaz, lo cual es sencillamente insostenible en un país funcionalmente federal como España. Y si para tratar a todos igual bajamos la barrera al nivel de los nacionalismos, entonces el Congreso se convertiría en un coladero de liliputienses de todo género y condición (algunos, por cierto, bien siniestros) y, además, la dimensión territorial seguiría irresuelta, pues su lógica es otra. Lo que los actuales defensores del sistema vienen a decir, con indudable buen tino, es que si esas son las alternativas es preferible dejar las cosas como están. Y, en efecto, sin modificar la Constitución, mejor no tocar o tocar muy poco.

Pero precisamente por eso no se trata de la reforma del sistema electoral del Congreso, sino de la reforma del sistema representativo de ambas cámaras. La cuestión sólo se desenreda reforjando el bicameralismo en la Constitución, dotando al Senado de las funciones territoriales que necesita tener y liberando al Congreso de la carga territorial. Plantear, siquiera teóricamente, la reforma del sistema electoral del Congreso sin atender a la vez y necesariamente a la remodelación del Senado equivale a preocuparse sólo de una de las dos ruedas de la bicicleta mientras asumimos que la otra está pinchada, hendida y arruinada sin remedio: por muy eficaz e ingenioso que sea el parche que improvisemos, la bicicleta no va a funcionar muy satisfactoriamente. Sorprende que en nuestro país ambos debates no hayan ido de la mano sino cada uno por su lado.

GOBERNABILIDAD, BIPARTIDISMO Y CITAS APOSTÓLICAS

El otro gran mérito atribuido al sistema electoral alude a su capacidad para combinar una representación aproximadamente proporcional de todas las opciones políticas con una deseable dosis de gobernabilidad. Si el eje que daba sentido a la perspectiva anterior se articulaba en términos de igualdad y diferencia, los dos extremos que perfilan y demarcan aquí la cuestión son gobernabilidad vs. proporcionalidad.

Entre ambos ejes media una diferencia crucial. El juego entre igualdad y diferencia es de superposición: buscamos encajar los diferentes ámbitos de decisión, las tareas y deberes que se comparten y los que no, aquello en lo que participamos todos y aquello que sólo a una de las partes le incumbe. En qué somos iguales y en qué diferentes, en una palabra. Ese juego se puede plantear de modo exclusivista y torpe, desde luego, pero también se puede enfocar de manera inteligente, y no tiene por qué haber ganadores ni vencidos. De hecho, el reciente proceso descentralizador al que hemos asistido en España es un buen ejemplo. Está ETA, claro, pero entiendo que ellos son “otra parte” en un sentido muy diferente al que estoy usando aquí, pues es un abismo moral y no una diferencia política lo que separa a esa parte concreta del resto que somos todos. Más allá de esa sinrazón, el modelo ha sido un juego de suma positiva: las partes han ganado, pero el todo también. Cada uno puede buscar su sitio y encontrarlo sin que eso suponga algún tipo de exclusión o menoscabo para los otros jugadores. Hay conflictos, desde luego, pero cabe la negociación, el acuerdo y la ganancia mutua.

El juego de la gobernabilidad es diferente. Si sobrerrepresentamos a un partido para que gobierne, entonces necesariamente estamos infrarrepresentando a otro. Ya hemos visto el mecanismo básico que el sistema articula para conseguir este fin: consiste en envolvernos a todos en dos desigualdades, la del valor del voto y la de la vulnerabilidad de la decisión. Es, en su trazo fino, considerablemente complejo. Un mecanismo ideado por tecnócratas gubernamentales que controlaban los aparatos del Estado y sus resortes y que hicieron su trabajo endiabladamente bien[9]. Pero, por muy complejas que sean las tuberías, los empalmes y los meandros internos del sistema, en el fondo, al final, la cosa es muy sencilla: es el paradigma de los juegos de suma cero, en los que sólo se puede ganar si y sólo si otro pierde en la misma medida. Es el juego del pastel: si alguien se lleva más pedazo del que le corresponde, entonces alguien recibe menos. No hay más secreto. Y las cuentas cuadran hasta la última miga y hasta el último voto, como podemos ver en la Tabla 3.

TABLA 3.- GANADORES Y PERDEDORES

1977

1979

1982

1986

1989

1993

1996

2000

2004

A.- Desproporcionalidad

17.08%

17.2%

13.6%

12.51%

14.84%

11.59%

7.80%

7.95%

7.44%

B.- Ganadores

1er Partido

12.59%

12.9%

9.2%

8.14%

9.9%

6.1%

5.26%

6.71%

3.32%

2º Partido

4.06%

3.9%

4%

3.8%

4.5%

5.0%

2.15%

0.75%

3.73%

Nacionalistas (A)

0,43%

0,4%

0,4%

0,57%

0,44%

0,49%

0,39%

0,49%

0,39%

*

*

*

*

C.- Perdedores

Nacionales

15,05%

13,83%

10,57%

10,16%

12,4%

7,9%

5,5%

4,7%

4,78%

Nacionalistas (B)

2,03%

3,37%

3,03%

2,35%

2,44%

3,69%

2,3%

3,25%

2,66%

Los “nacionalistas” no son un partido político unitario. En cada convocatoria hay siempre algún grupo ligeramente sobrerrepresentado (A), si bien tal sobrerrepresentación es irrisoria cuantitativamente, carece por completo de importancia sistémica (pues es variable y no se aplica siempre a los mismos partidos) y, en todo caso, resulta mucho menor que la infrarrepresentación de otros grupos nacionalistas (B).

Fuente: elaboración propia a partir de datos oficiales de la web de Ministerio de Interior: www.mir.es

La constante afirmación de que el sistema electoral beneficia a los nacionalistas es empíricamente falsa. A los nacionalistas el sistema electoral les representa de un modo bastante equilibrado: en general, ni pierden ni ganan. Por supuesto, de la Tabla 3 parecería desprenderse más bien lo contrario: que los nacionalistas están de hecho perjudicados por el sistema. Pero esa impresión ha de matizarse.

La Tabla 4 presenta los mismos resultados de la Tabla 3 pero de una manera diferente. Nos centramos sólo en los perdedores y distinguimos las formaciones que consiguieron más de un 1% de votos. El resultado es el siguiente:

TABLA 4.- GRANDES PERDEDORES

1977

1979

1982

1986

1989

1993

1996

2000

2004

Total escaños o votos perdidos

17.08%

17.2%

13.6%

12.51%

14.84%

11.59%

7.80%

7.95%

7.44%

A.- Porcentajes de escaños o votos perdidos por partidos nacionales con más de un 1% de votos

4,01%

4,2%

3,68%

3.8%

4,3%

4,5%

4,68%

3,3%

3,64%

3,73%

3,2%

2,91%

2.6%

3,9%

1,78%

2,79%

1,8%

2,32%

1.4%

1,08%

1,19%

1,08%

B.- Porcentajes de escaños o votos perdidos por partidos nacionalistas con más de un 1% de votos

0,39%

0,27%

0,15%

0,49%

0,44%

0,43%

0,28%

C.- Porcentajes de escaños o votos perdidos por partidos con menos de un 1% de votos

5,36%

6,53%

4,42%

4,71%

5,56%

5,16%

2,94%

4,16%

3,08%

Fuente: elaboración propia a partir de datos oficiales de la web de Ministerio de Interior: www.mir.es

Aunque de la Tabla 3 podría haberse desprendido que los nacionalistas están perjudicados, la Tabla 4 difumina esa impresión. En toda elección hay microformaciones menores al 1% que carecen de representación pero abultan el porcentaje de pérdidas. Al existir en España 52 circunscripciones, el número de tales microformaciones se multiplica por 52 y eleva el porcentaje de perdedores. La inmensa mayoría de partidos nacionalistas perjudicados se encuentran en ese grupo. También hay desde luego microformaciones nacionales, pero en mucha menor medida, como puede verse. Para los partidos nacionales el grueso del porcentaje de pérdidas lo aportan los votos a formaciones que consiguen un considerable respaldo en votos en toda España pero que resultan literalmente esquilmadas por el sistema.

Es fácil ver la razón: en las provincias del granero y cercanas (las que eligen entre 3 y 10 escaños, aunque todo es una cuestión de grado y las fronteras se desdibujan) sólo caben prácticamente dos partidos. Por definición un partido de ámbito español ha de presentarse en ellas, pero los votos que logre ahí carecerán de valor alguno a no ser que quede primero o segundo. Supongamos que un partido obtiene en cada circunscripción un 10% de los votos. El 10% de 350 escaños serían 35, claro, pero el sistema no funciona así: funciona mediante el filtro provincial que idearon nuestros hombres. En la mayoría de las circunscripciones españolas un 10% de votos no sirve para nada: son votos gastados, inútiles, desecho democrático. Así que ese 10% sólo tendrá validez en las circunscripciones más proporcionales, precisamente aquellas en la que las papeletas tienen menos votos (perdón: precisamente aquellas en las que los ciudadanos tienen menos votos) y en las que por tanto los escaños son más caros. No es lo mismo un 10% en Salamanca que en Madrid. En Salamanca un 10% equivale sólo a 29.000 personas, pero no sirve para nada. En Madrid sirve para conseguir 4 escaños, pero equivale a 430.000 ciudadanos.

Así, los ganadores del juego ya sabemos quiénes han sido, pero los perdedores, los verdaderos perdedores, carecen incluso del reconocimiento de su derrota: perder equivale aquí a no existir. En un estudio ya clásico Douglas Rae recurrió a una cita del Nuevo Testamento para describir un efecto casi universal de los sistemas electorales (“al que produce se le dará hasta que le sobre, mientras al que no produce se le quitará hasta lo poco que tiene”, Mateo, 13, 12), razón por la que entre nosotros a este efecto se le ha denominado Efecto Mateo[10]. Suele afirmarse que el gran perdedor del juego electoral español ha sido Izquierda Unida, lo que, siendo rigurosamente cierto, no es sin embargo toda la verdad. Izquierda Unida ha visto cómo los escaños que en justa proporción le hubieran correspondido se los repartían los dos grandes, PP o PSOE, pero posee al menos la ingrata satisfacción de sobrevivir a la sangría y poder denunciarla en cada legislatura en sede parlamentaria.

A otros el sistema les ha negado incluso esa miserable dádiva: los partidos nacionales de centro han sido literalmente borrados del mapa en el proceso mismo de su gestación, “como en un aborto”, por seguir citando el Nuevo Testamento (Pablo de Tarso, 1 Co, 15-8). Todas las aventuras iniciadas en esa línea han sido fagocitadas por los mecanismos electorales. Con independencia del elevado número de votos que hubieran conseguido, las formaciones de centro apenas han sobrevivido a su primera cita con el sistema electoral. Un efecto que además se retroalimenta: los electores adelantan acontecimientos y modifican el sentido de su voto. Mientras el Efecto Mateo roba a los pobres y reparte sus escaños entre los ricos, el Efecto Abortivo impide la aparición de cualquier alternativa nacional relevante. De hecho, como puede verse en la Tabla 4, ya sólo una formación sigue presentándose, a pesar de la hemorragia que el sistema le inflige.

BREVE CRÓNICA DE UN JUGUETE ESTROPEADO

Gracias a los dos efectos apostólicos el sistema electoral ha sido durante varias citas capaz de proporcionar al partido vencedor la sobrerrepresentación que no le daban las urnas para poder gobernar en solitario. La ansiada gobernabilidad. Pero, aunque el trabajo de fontanería fue excelente, cuenta ya con 30 años y nada dura eternamente. Últimamente el sistema no beneficia al primer partido lo suficiente como para que pueda formar gobierno en solitario o, por lo menos, cómodamente. La maquinaria se ha averiado.

¿Qué es lo que falla? Las filas A y B de la Tabla 3 describen el problema. Para que el juego de la gobernabilidad funcione bien necesitamos dos cosas: que los dos primeros “roben” mucho para que pueda así haber sobrerrepresentación (pero la fila A revela que el pastel es cada vez menor) y que esa sobrerrepresentación no se la repartan equitativamente entre los dos partidos, sino que el vencedor se la lleve casi toda y pueda despegarse del segundo. En caso contrario ambos se benefician igual y ninguno alcanza la mayoría absoluta (señalada en la Tabla con un asterisco), lo cual es precisamente lo que, como indica fila B, ha ocurrido en las últimas citas a excepción de la de 2000. De hecho, la maquinaria funciona tan insatisfactoriamente que en 2004 incluso ocurre que el segundo partido se lleva más pastel extra que el primero.

La consecuencia obvia es que, dado que el efecto Mateo roba a los partidos nacionales menores (básicamente IU) mientras que el Abortivo imposibilita la aparición de cualquier alternativa nacional de centro (CDS y otros en su día), sólo quedan para pactar los partidos nacionalistas. Es decir, por utilizar una imagen algo brusca pero bastante exacta: PP y PSOE devoran cualquier alternativa de ámbito nacional, roban los escaños que le pertenecen y se los reparten entre ellos. Si se los reparten “bien”, uno de los dos puede gobernar. Si no, lo único que queda en pie para pactar es el nacionalismo. Ese es más o menos el momento en el que nos encontramos [11].

PATRIOTAS DE PROVINCIA

El origen de los “correctivos a la proporcionalidad” (el curioso eufemismo con el que se conocen normalmente las dos desigualdades) se encuentra en el debate de noviembre de 1976 sobre la Ley para la Reforma Política. Suárez y Fernández-Miranda, los impulsores de la misma, saben que el único grupo de entre los 531 procuradores franquistas que goza de la fuerza suficiente como para echar abajo su proyecto es el de la recién formada AP, bajo la dirección de Fraga. Fernández-Miranda ha presentado un proyecto que habla tan sólo de “representación proporcional”. Las exigencias de Fraga y los suyos son claras: ellos desean un sistema mayoritario, pero cederían a cambio de que se establezca la provincia como circunscripción y de que desaparezca cualquier posibilidad de “listas nacionales”. Fernández-Miranda y Suárez aceptan: la Ley para la Reforma Política incluye esas exigencias en forma de cláusulas finales (FERNÁNDEZ-MIRANDA 1995: 234).

Ahora bien, si todo fue una cesión a Fraga, ¿dónde están entonces nuestros fontaneros? Dando una lección de astucia: no hay victoria más sutil que la que ni siquiera aparenta serlo. A Suárez le interesan esos correctivos tanto o más que a Fraga y a los suyos. Todavía no ha fundado su partido, pero cuando lo haga, la UCD se beneficiará de ellos más que nadie. Aunque disfrazados de cesión al adversario, los correctivos son en realidad su mejor baza y su más preciada conquista. Y él lo sabe. Lo sabe porque los hombres de la habitación del humo son sus hombres: Osorio, Alzaga, Herrero de Miñón. Para entonces ya han hecho sus cálculos. Cuando el 18 de Marzo de 1977 presenten la ley que regula las primeras elecciones democráticas tras la dictadura, la han cocinado hasta el último detalle[12].

Más allá de esas maniobras palaciegas, ese es el preciso momento en el que España pierde un ámbito electoral homogéneo y a los españoles se nos niega la igualdad de voto. El sistema electoral provincializado que nace entonces se incluirá en la Constitución y sigue vigente. De modo que el testamento político que nos legaron aquellos patriotas de provincia a los que se les llenaba la boca con la palabra España consistió precisamente en la imposibilidad de configurar España como un ámbito electoral homogéneo. Ellos se encargaron de establecer un sistema electoral con España ausente que arroja al menos dos efectos malsanos.

El primero es mecánico y se encuentra muy estudiado: los partidos de ámbito español sólo pueden ser dos, y cualquier alternativa que quiera plantearse ahí será, salvo circunstancias excepcionales, devorada por ellos. La consecuencia es la imposición del bipartidismo nacional y la asfixia prematura de cualquier tipo de alternativa en ese terreno, todo ello con una muy amplia independencia de lo que los ciudadanos hayan expresado. Puede resultar obvio y explicito que los españoles han intentado apostar por otra vía, pero se dictamina la provincialización de esas preferencias, se las disuelve en la trituradora de los 52 sistemas y se las desecha sin miramientos: no hay ámbito español de expresión electoral.

El segundo es de funcionalidad política y no hay mucha conciencia del mismo: en la medida en que el Senado quedó inutilizado y el Congreso tuvo que bregar con las dos lógicas del Estado, nos hemos acostumbrado a configurar la relación centro-periferia únicamente bajo el prisma de la confrontación continua, sin concebir siquiera la posibilidad de la cooperación más que de modo vergonzante y casi furtivo para las dos partes. La consecuencia de la provincialidad del sistema electoral para los nacionalistas es que juegan siempre en casa y, lo que es peor, han de jugar siempre para casa. El PNV, por ejemplo, juega siempre en las mismas circunscripciones con independencia de que la elección sea autonómica, nacional para el Congreso o nacional para el Senado: para él no hay tanto diferentes sistemas electorales como diferentes citas electorales. La idea de presentar un programa diferenciado dependiendo del ámbito electoral ni se plantea: la única estrategia que puede ofrecer como programa en sus circunscripciones, y por tanto perseguir en sede parlamentaria, es arrancar competencias, nunca gestionarlas. Lo mismo les ocurre a todos los nacionalismos.

Si de veras la lógica de la diferencia se encajara en el entramado institucional lo que los nacionalistas tendrían que ofrecer en unas elecciones al Congreso sería gestión, no promesas de cesión competencial. Serían posibles gobiernos de coalición con los nacionalistas, algo impensable actualmente, pues en el Congreso y en el Gobierno de España no se encontrarían tanto en calidad de representantes de su comunidad (cosa que sí ocurriría en el Senado) como en su calidad de representantes de ciertos ciudadanos (de izquierda o de derecha, progresistas o conservadores, moderados o radicales) de su comunidad. Estarían en el gobierno central para ejercer como consideraran oportuno las competencias que tiene tal gobierno central y no para intentar trasladarlas a su comunidad (tarea que desde luego podrían perseguir igualmente pero en otra sede, con otros tempos y sin mezclar ambas labores). Aunque eso aquí y ahora parece política-ficción, ocurre con absoluta normalidad en otros países en los que el bicameralismo no es absurdo sino sencillamente coherente y sensato[13].

GEORGE ORWELL TAMBIÉN EXISTE

Retornemos a nuestro testigo en el interior de la habitación del humo y a la impresión que le provocó todo aquello: “se ve que hay un temor pánico a que los trabajadores se desmanden y dominen la representatividad de las Cámaras. También el sufragio ‘igualitario’ les preocupa y quieren poner limitaciones a la igualdad numérica de los entrevistados con trucos de toda especie” (Areilza 1977: 132, cursiva mía). Lo saludable de este testimonio de es que nos devuelve a un punto originario en el que las palabras tenían un sentido que, con el tiempo, han ido perdiendo. Porque la naturaleza, la dinámica y los fundamentos del objeto estudiado acaban contagiando al propio sujeto investigador. Está estadísticamente demostrado, por ejemplo, que los estudiantes de economía son más egoístas que los demás. El mecanismo de este proceso es complejo, difuso e inconsciente, pero tiene un vehículo indudable: el lenguaje. Con nuestro taller ocurre algo parecido. Entrar en él y comprenderlo supone ya aceptar sus términos y sus conceptos, sus reglas y sus interrelaciones. Y esos conceptos, que han acabado colonizando nuestros usos y nuestras palabras y filtrando inconscientemente nuestra percepción, no son inocentes.

Hemos dicho que si sobrerrepresentamos a un partido infarrepresentamos a otro. Bien, no es cierto. Hemos dicho también que los escaños que un partido pierde los gana otro. Tampoco es verdad. Ninguna de esas dos afirmaciones es correcta. Si las hemos usado ha sido sólo para poder ahora desvelar su improcedencia y señalar hasta qué punto pasan por completo inadvertidas, disfrazadas de datos empíricos supuestamente neutrales. Adoptar esos términos supone adoptar ya una lógica perversa o, por lo menos, pervertida, porque ése es el lenguaje del taller, y en el taller los protagonistas de la representación son los partidos. Todo ocurre, en efecto, como si ellos estuvieran representados y como si ellos ganaran o perdieran escaños. Y no. O por lo menos no era así en el lenguaje de la democracia tal y como a todos nos lo explicaron y tal y como nosotros continuamos explicándolo. En ese lenguaje somos los ciudadanos los que estamos representados, no los partidos. Somos los ciudadanos los que conseguimos más o menos escaños en el parlamento, nadie más. Los partidos son los representantes, no los representados. Es fundamental mantenerse firmes en esa sencilla evidencia, aunque cada titular, cada declaración y cada telediario tienda a desdibujarla. La atmósfera es aquí orwelliana, y todos, inconscientemente, contribuimos a reproducirla.

La mayoría de los lectores no saben quien es Jesús Iglesias. Yo tampoco, me he limitado a extraer su caso de los resultados electorales de 2004. Para mí es sólo un nombre, pero 60.000 españoles acudieron a las urnas en esas elecciones y le concedieron su voto. El sistema les negó la representación que solicitaron. Por el contrario, el sistema otorgó un escaño a Jesús María Posada, otro a Elías Arribas y otro a Gerardo Torres a pesar de que, entre los tres, no llegaron a los 55.000 votos. 55.000 ciudadanos están así representados en el Congreso por tres escaños mientras que 60.000 no consiguieron una voz que les represente. Hay algo pervertido en denominar a eso un “correctivo de la proporcionalidad”. Es otra cosa. Es la igualdad de voto de los ciudadanos pisoteada. Y es otras muchas cosas: quizás se estén preguntando a qué partido pertenecen esos nombres, y eso es ya el primer paso hacía una mirada desviada ¿De verás cambiaría en algo que pertenecieran a una u otra formación[14]?

El diccionario es generoso en sinónimos para truco: farsa, embeleco, fraude, trampa, insidia, artimaña, ardid… La familia semántica es en efecto amplia, pero todos tienen un denominador común: la ocultación, la ausencia de sinceridad, el artificio. Si los verdaderos motivos no pueden hacerse públicos, entonces se recurre a un señuelo, se fabrica una justificación a posteriori que legitime la decisión. Configurar la provincia como circunscripción electoral fue una medida exclusivamente electoralista, pero se justificó naturalmente mediante el recurso a motivos elevados. Ese lodazal del engaño lo inauguraron eminentes franquistas, pero a él han de volver obligadamente todos aquellos en cuyo interés está no modificar una ley electoral que les beneficia.

La coartada la sirvió Martínez Esteruelas en el último debate de las Cortes de la dictadura. En su discurso pidió “que no haya provincia de España, por pequeña que sea, que no tenga garantizado un número de diputados que asegure su voz, porque aquí donde se discuten las leyes, esa voz será necesaria para lograr el equilibrio territorial”. Habló de “la España doliente (…) sometida al subdesarrollo en materia socioeconómica en comparación con otras provincias”, exigiendo que “no tenga ahora el castigo del subdesarrollo político” (citado en MONTERO y LAGO, 294).

Por supuesto, por debajo de las grandes palabras y del empalagoso tono de plañidera sólo latía un interés electoralista. Así lo reconocen los análisis históricos y así lo confirman innumerables datos empíricos que rebaten sin resquicio de duda razonable el subterfugio meramente ideológico de que las provincias se hallen de alguna manera representadas en nuestro Parlamento. Jamás se ha producido en el Congreso una votación delimitada por líneas provinciales: las demarcaciones que configuran las votaciones son siempre partidistas. Los propios partidos no tienen el menor escrúpulo en colocar en los primeros puestos de las listas a candidatos de otra provincia una semana antes de la cita electoral. Teruel es, con Soria, la provincia mejor representada de España. Sus apenas 110.000 electores cuentan nada menos que con tres diputados y cuatro senadores supuestamente encargados de representar los intereses de su provincia. El resto de los españoles necesitaríamos 900 diputados y 1200 senadores para igualar su representación parlamentaria. Pero, aunque mejor representados que nadie, los ciudadanos turolenses tuvieron que salir a la calle hace unos años bajo el gráfico lema “Teruel también existe”. ¿Dónde estaban sus parlamentarios? Haciendo exactamente lo mismo que hacían los parlamentarios de su partido elegidos por Murcia, Madrid o Pontevedra, fuera lo que fuera. La “provincia” es una mera tuerca que se aprieta en el taller para sobrerrepresentar al partido ganador, una tuerca que nada tiene que ver con representar a los ciudadanos de tal provincia, ciudadanos que en el taller no existen más que como objetos del juego del pastel parlamentario y no como sujetos de la representación política.

Y se trata de embustes que obligan a engañar incluso a los nuestros. Porque en la verdad están sólo los iniciados y la falsedad se vende incluso en las propias filas. Y esta suerte de sometimiento a la mentira – un sometimiento considerablemente más extenso y en absoluto circunscrito en exclusiva a las disposiciones electorales, claro – resulta fatídica para el funcionamiento del sistema democrático, porque al ciudadano del común sólo le arbitra dos salidas. Quienes perciben el engaño desembocan en el cinismo o el desencanto. Quienes mantienen la fe en el sistema han de hacerlo conjugándola siempre con cierta sensación de extrañamiento y de alienación con respecto a la política y a los políticos. Uno ha de comulgar con traiciones palmarias a principios evidentes sin que nadie sepa explicar muy bien por qué se permiten. En esas condiciones la ilusión por la cosa pública sólo puede desaparecer para dejar, en el mejor de los casos, paso a la mera aceptación resignada.

El sistema electoral es probablemente la ley más importante del sistema democrático, pero en España concedemos que venga envuelta en trapacerías y engaños que no permitiríamos jamás en el sistema de elección del presidente de nuestra comunidad de vecinos. Y lo hacemos resignados, como si nos hubiéramos acostumbrado a lo mendaz. Sin duda repugna la imagen de cuatro señores de la dictadura imponiendo a su antojo “correctivos” a la voluntad expresada en las urnas. Pero es que esa escena se repite después en la elaboración de la Carta Magna y la interpretan consecutivamente todos y cada uno de los gobiernos democráticos posteriores: ninguno de ellos, ninguno, ha hecho nada por ampliar la igualdad de voto de los españoles, siquiera dentro de los estrechos márgenes que la Constitución hubiera permitido (no hablemos ya de hacer algo para garantizarla). Si la desigualdad interesa, se mantiene. La filosofía que subyace a esta clase de traición a los ideales de la democracia la expresó a la perfección Pérez Bricio, ministro franquista de Industria: “elecciones sí, pero para ganarlas” (LÓPEZ-RODÓ, 1985: 241). Para la mentalidad del taller, lo que importa es el resultado, no la limpieza del juego.

La Ciencia Política asume que en la elaboración de una ley electoral el factor fundamental consiste en la negociación entre las élites partidistas. Un sistema electoral tiene que encontrarse legitimado por todos los actores del juego, porque todos ellos han de considerarlo válido y por tanto asumir sus potenciales resultados, sean los que sean. Esa respuesta atiende a un requisito necesario, sin duda, pero no suficiente. También la Filosofía Política y la ética democrática han de jugar aquí un papel fundamental aunque, últimamente, entre tanto cientificismo hueco y ampuloso del lado de la teoría y tanta marrullería interesada y torticera del de la praxis, todo nos empuje a olvidar que los valores siguen siendo importantes. Pero lo son, y mucho. Porque lejos de reducirse a un mero mecanismo de negociación, la democracia encierra ciertos principios que - precisamente por eso, porque son principios – no pueden negociarse. La igualdad del voto es uno de ellos y ningún acuerdo entre élites puede claudicarla: los partidos sencillamente carecen de autoridad democrática para ello. Si de veras se persigue representar a la ciudadanía democráticamente entonces todo truco y todo correctivo están de más.


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[1] Javier Tajadura ha defendido aquí recientemente (“Los Privilegios Forales”, CLAVES 177) la posibilidad de existencia de “normas constitucionales inconstitucionales”. Él apunta a la categoría de “derechos históricos” y recurre a la distinción de Schmitt entre Constitución y Ley Constitucional. Si apuntamos al principio de la igualdad de voto todo es mucho más sencillo y tan sólo hay que recurrir a la calculadora. Si la circunscripción es la provincia y como mucho hay 400 diputados, dos cosas que la Constitución impone, entonces es imposible el sufragio igual. Si a Soria le damos 1 diputado necesitamos 455 diputados para que el resto de españoles puedan estar representados igual que los sorianos. El artículo 68.1 establece el sufragio igual y, a renglón seguido (nunca mejor dicho: en el 68.2), lo imposibilita al establecer la provincia como circunscripción electoral.

[2] En palabras de uno de sus artífices: “El sistema electoral español es infinitamente más original de lo que parece a primera vista, y es bastante maquiavélico (…) Puesto que los sondeos preelectorales concedían a la futura Unión de Centro Democrático un 36-37% de los votos, se buscó hacer una ley en la que la mayoría absoluta pudiese conseguirse con alrededor del 36-37%” (Alzaga 1989: 127, traducción de Ignacio Lago).

[3] Por supuesto, esta clasificación a tres (PILAR DEL CASTILLO, 1998) es una simplificación, pero atrapa bastante bien la evolución de la contestación al sistema electoral. Véase con respecto a las críticas MONTERO 1997 y MONTERO 2000.

[4] El sistema electoral más proporcional del mundo es el holandés. En él ni siquiera existe una barrera legal de acceso: sencillamente hay 150 escaños, por lo que con lograr un 0.7% de los votos se consigue uno. Se trata de un ordenamiento que en el ámbito internacional se considera el paradigma de la proporcionalidad y la inclusión. Pues bien: con tal sistema no podrían entrar en el Parlamento la mayoría de las formaciones liliputienses que se sientan en el Congreso en España. Todos los partidos con un apoyo inferior al 0.7 carecerían de representación. A lo que hay que añadir que, como se ve en la Tabla, en España ocurre además que muchos de tales partidos adquieren escaños y otros con más votos, no. Es decir, que somos al parecer los más inclusivos del mundo y a la vez los más arbitrarios.

[5] En efecto: las papeletas más numerosas serán las del partido ganador. Si en cada papeleta hubiera cuatro votos, tal partido se llevaría los cuatro senadores, pero como sólo hay tres, queda uno por asignar, que va a parar al primer candidato de las papeletas del segundo partido. Los electores que deciden “mezclar” en su papeleta senadores de distintos partidos son siempre una minoría insignificante. El taller ha funcionado aquí a la perfección: de hecho, prácticamente siempre (excepto en los remotos casos de empate y casualidades similares) podemos observar en los resultados para el Senado el característico 3-1 repetido en cada provincia. La mayoría de senadores (208) se eligen en este peculiar sistema electoral. De esos 208, 16 no encajan exactamente en el esquema de 3 a 1, sino más bien en estos otros: 2 a 1 (Fuerteventura y Gran Canaria), 2 a 0 (Ceuta y Melilla) y 1 a 0 (Gomera, El Hierro, Ibiza-Formentera, Lanzarote y La Palma). Otro grupo de senadores menor (a día de hoy, 51 de los 259 senadores) lo conforman senadores designados por las Comunidades Autónomas en proporción a la población.

[6] Véase para la interpretación del origen del Senado como precio al franquismo DE LA CUADRA y GALLEGO-DÍAZ 1989: 25-26; MONTERO y LAGO 2005: 292; SÁNCHEZ-NAVARRO 1990. Este último cita (p. 19) las elocuentes palabras de uno de los procuradores franquistas que vivió aquellos debates en vivo y en directo: “en el fondo lo que están todos [los procuradores] pensando es ver si por un camino u otro vuelven aquí. Ese es el problema”.

[7] Fue la izquierda la que se encargó de que el Senado careciera de funciones. Tenían miedo a la posibilidad de que ganaran en ella los conservadores aunque en el Congreso venciera la izquierda, cosa que ha ocurrido dos veces, en 1993 y en 2004 (PENADES y URQUIZU, 2007: 18). Según uno de los artífices de la Transición, el mensaje fue este: "pongan ustedes, señores de UCD, la composición que quieran, siempre y cuando el Senado no pinte gran cosa" (ALZAGA, 1994: 18).

[8] Véase el estudio de PENADES y URQUIZU-SANCHO sobre el Senado (2007: 12) en el que demuestran empíricamente hasta qué punto “los partidos minoritarios, que en gran medida son nacionalistas o regionalistas, están mucho más excluidos en el Senado que en el Congreso” (p. 12).

[9] Existen muchas y muy buenas descripciones del funcionamiento del sistema electoral. A mi juicio las más recomendables son PENADÉS 1998, COLOMER 2004 y MONTERO y LAGO 2005

[10] ALCÁNTARA-SAEZ, p. 52. Rae citaba tanto al primer evangelista como al más siniestro Alguacil de Nottingham (“como el Alguacil de Nottingham, el régimen electoral suele robar al pobre y dar al rico”) para describir el hecho de que todo sistema electoral beneficia a los partidos grandes y perjudica a los pequeños (RAE, p. 140 y 87).

[11] A juicio de muchos ya no es probable que el sistema vuelva a “funcionar”. Aunque como todo futurible es una cuestión compleja, no puede descartarse un resultado como el de 2000, que puede perfectamente volver a ocurrir si es el PP el que gana las elecciones. El peso del diseño inicial del entramado, ideado para favorecer al centro derecha, hace que el sistema tenga un sesgo conservador y que el PP se encuentre beneficiado. De hecho, podría darse el caso de que el PP recibiera menos votos que el PSOE pero consiguiera más escaños. Sobre el sesgo mayoritario del sistema electoral, véase PENADÉS 1999 y MONTERO y LAGO 2005.

[12] Obviamente no hubo una sola habitación ni una única reunión: la “habitación del humo” es un recurso puramente literario, pero llevan todo 1976 consultando encuestas, apretando tuercas y tornillos y aprendiendo a ser ingeniero electoral. Como uno de ellos reconocía a finales de los 80, el sistema electoral “fue elaborado por expertos, entre los cuales tuve la fortuna de encontrarme, y el encargo político real consistía en formular una ley a través de la cual el Gobierno pudiese obtener mayoría absoluta” (Alzaga 1989: 127).

[13] El 73.2% de los gobiernos de los países de la OSCE, los más desarrollados del mundo, son gobiernos de coalición (datos desde 1945, en RUIZ-RUFINO 2006). De hecho, España es el único país de Europa continental que no ha conocido gobiernos de coalición (COLOMER 2005). Desde este punto de vista, la peculiar inquina que ciertos creadores de opinión y ciertos políticos demuestran hacia las coaliciones puede considerarse un residuo marcadamente provinciano generado por la influencia de un sistema electoral provincial. Por lo demás, obvio es que si no se impusiera el bipartidismo a machamartillo no habría necesidad de que los dos grandes partidos nacionales tuvieran que mirar hacia la periferia a la hora de buscar socios.

[14] De ahí que, en la medida de lo posible, hayamos ocultado las siglas de los partidos en las Tablas del presente artículo: lo único relevante aquí debería ser el número de ciudadanos que han solicitado ser representados por ellos: la cantidad de votos, y no la identidad de los partidos.