En Mayo, con flores a María
Mariano Ferrer
El coche bomba de Legutiano interrumpió el cortejo de dirigentes del PP al santuario de San Gil para poner flores a María, pero no ha impedido que la dirigente del PP vasco haya compartido con ETA el protagonismo de los días previos a la cita en Moncloa del Lehandakari.
El obispo de Vitoria preguntaba en el funeral para qué ha servido este crimen. El Lehendakari ya había adelantado la respuesta en su comparecencia de la víspera: absolutamente para nada. Convicción que no impide que se atribuyan al último atentado mortal toda suerte de propósitos e intenciones. Una es aplicable a toda la actividad de ETA, demostrar que no está derrotada y que algún día habrá que negociar con ella por más que tal objetivo vaya a contracorriente del creciente rechazo a toda negociación que no vaya precedida de su adiós definitivo a las armas, algo que parece alejarse casi tanto como la hipótesis misma de la negociación. Otros propósitos atribuidos al atentado de Legutiano giran en torno al momento político concreto. Hay para todos los gustos. Para unos, el destinatario es Zapatero, a quien ETA estaría avisando que le puede amargar la legislatura fortaleciendo al PP; para otros, el destinatario es Ibarretxe, a quien torpedea su hoja de ruta con muertos sobre la mesa. Otros, finalmente, intuyen la intención de poner al PNV ante el vértigo de perder unas elecciones autonómicas inmersas en un ciclo largo de violencia.
Que este atentado parezca devolvernos a “lo de siempre”, incluidas tales elucubraciones, no debe ocultar el cambio que se está produciendo en la respuesta a ETA. Sabemos que las 24 horas siguientes a cada atentado registran actitudes que luego no se mantienen en la refriega política del día a día --basta ver la negativa del PP a acompañar a las instituciones vascas en el homenaje a las víctimas hoy en el Kursaal-- pero sería un error no dar otro valor que el de la respuesta en caliente a la acumulación de gestos solemnes y de unidad que transmiten estos días la intervención real, la novedosa disposición colaboradora del PP hacia el Gobierno, el compromiso conjunto del Congreso con la derrota de ETA, la presencia de Príncipes, Obispo y 30 sacerdotes en el funeral, las múltiples concentraciones –entre ellas la, por primera vez, unitaria de la Diputación de Gipuzkoa y el Ayuntamiento de San Sebastián, o la ofrenda floral conjunta de la Ertzaintza y la Guardia Civil. Son sólo gestos, liturgia si se quiere, pero eficaz como argamasa que consolida el muro preventivo de cualquier aventura negociadora del Gobierno.
Y junto a los gestos, una retórica cada vez más contundente. Desde el nacionalismo (que estos días expresa su asco ante una ETA que mancha Euskadi), y contra el propio nacionalismo por insuficientemente beligerante con ETA. Los diarios de Vocento sostienen que insistir en el derecho a decidir más que errónea obstinación es ya “retorcido propósito de obtener rentas políticas de la persistencia el terror”, y “El País” insiste en que “el plan soberanista abre una fisura en la unidad política por la que ETA penetra con sus atentados”. Lo único positivo que puede deducirse de cara a un futuro final dialogado de ETA es que, de haber un nuevo intento, será de común acuerdo, lo que eliminaría al menos uno de sus obstáculos, la falta de unidad y los consiguientes celos por la rentabilidad política que puede obtener quien lo protagoniza.
No ayuda a esa unidad --la de verdad, no la meramente retórica-- lo que del PNV dice la ponencia política del PP que ha convertido a María San Gil en coprotagonista de la semana: “el PNV condena el terrorismo pero al mismo tiempo todos sus actos desmienten sus palabras”. Afirmaciones como ésta son, al parecer, las que obligaron a María San Gil a una lucha de titanes con sus compañeros redactores de la ponencia. Pero la polémica no ha girado sobre lo que la ponencia dice, sino sobre los motivos para que María pusiera pie en pared y se negara a última hora a firmarla, y sobre lo que revela de la situación del PP.
No estoy al tanto de las interioridades del PP para saber si alguna de las explicaciones que he leído, o la unión de varias, da en el clavo. Hay explicaciones apologéticas: Santa María Gil, movida por los más puros ideales, se inmola para salvar el partido. Personales: se da cuenta de que su firma en la ponencia le sitúa en el bando oficial y se asusta. Egoístas: quiere reforzar su posición en el PP vasco que ve en peligro. Malévolas, le maneja Mayor Oreja para atacar a Rajoy por marioneta interpuesta. Decididamente perversas: Rosa Diez le ha hecho una oferta y prepara el desembarco.
Ignoro la verdad que pueda haber en todo ello, pero dada la incoherencia de su postura (lucha por la ponencia en la que cree y luego no da ningún valor a lo logrado), la comprometida situación en que pone a Rajoy (obligado a reconocer en público que no entiende lo que pasa) y también a su propio partido (es lo que le faltaba), la deslealtad hacia sus compañeros del PP vasco (no les consultó ni su desplante en la ponencia, ni su capricho de adelantar a julio el Congreso del PP vasco), sorprende que San Gil siguiera pisando una alfombra de flores (María somos todos; el PP es María; María por encima del bien y del mal; lo que disgusta a María nos disgusta a todos; si María está disconforme con alguna cosa el problema no es María sino la cosa).
María merece todo el respeto como persona y como víctima; el respeto como dirigente político es otra cosa. Su discurso es una reiteración de eslóganes prefabricados que sabe decir bien, y los resultados electorales de su largo mandato no son precisamente espectaculares. Desconozco, por lo tanto, qué le lleva a Ussia a escribir “ni Fraga, ni Aznar, ni Rajoy... la que no se puede ir es María”, o qué la convierte en guardiana de las esencias del PP frente a la dirección elegida por los 700.000 militantes, o qué obliga a reverenciar su comportamiento en la gestión de la ponencia que, de no estar teledirigido al servicio de una conspiración precongresual, no tiene ni pies ni cabeza.
Pero bueno, asunto del PP es, y allá ellos. Más me preocupa la facilidad con que se asume que hay gente en este país con bula para dispensar patentes de democracia, dignidad, y verdad, eso sí, tan absoluta, tan total, que no sólo no está sometida a verificación sino que se renueva repitiéndose a sí misma; baremo autoconstituido del bien y del mal que se impone sin discusión posible hasta el punto de que quien disiente no sólo se equivoca sino que traiciona lo más noble.
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